miércoles, 25 de julio de 2007

Ur-ba-ni-dad


“Conjunto de reglas que deben observarse para comunicar a nuestras acciones y palabras, dignidad y elegancia, y para manifestar benevolencia, atención y respeto a los demás”.

Así define el manual de Manuel Antonio Carreño –olvidado, despreciado y ridiculizado por la mayoría- al término “urbanidad”.

Asimismo, el autor establece que la urbanidad emana de los deberes morales, entendiéndose que sus preceptos tienden a conservar el orden y la buena armonía que debe reinar entre los hombres.

Mmm…“principios morales”, “respeto”, “armonía”…no veo tan claro que la masa tenga en evidencia estos conceptos. ¡Ah!, entonces ahí radica la ahogante falta de educación de nuestra gran mayoría. Y no me refiero únicamente a las malas maneras que son tan notorias a la hora de dirigirse hacia los demás o al sentarse a la mesa. La urbanidad se pone en práctica en todas las actividades del día a día, desde el momento en el que nos levantamos.

Los diplomáticos y representantes de los países tienen este concepto muy claro. Y para ello existe una academia diplomática donde se les enseñan las alquimias de las relaciones internacionales, así como las reglas propias de la urbanidad.

¡Mira tú!...entonces los representantes de Chile en el extranjero se preparan para comportarse de manera moralmente correcta…que interesante.

Además, toda persona educada que se precie como tal, habrá de aprender e interiorizar las costumbres del individuo con el que tendrá trato, así como de quién lo acoge. Ahhh…entonces ¿si voy al extranjero, deberé preocuparme de comportarme apropiadamente, de acuerdo a las costumbres que allá se tengan?...claro está, es moralmente correcto (deber) hacer eso.

Bueno, seamos sinceros, si salimos de nuestro país ¿quién se preocupa de la idiosincrasia del lugar a donde vamos? “Todo en esta vida tiene solución, menos la muerte” me dijeron desde pequeño. Y claro, para la conjetura anterior existe una solución. Cuando un extranjero visite nuestro país, o cuando un invitado se hospede en nuestra casa, inmediatamente se evidenciarán las reglas que allí se tienen por ciertas. ¿Para qué? Bueno, lógico, para que el visitante no se comporte de una manera incorrecta, sin saberlo. Entonces, es un deber moral que el anfitrión advierta estas reglas y, por lo tanto, el huésped las cumpla.

Entonces, ¿tenemos claro el concepto de urbanidad?...parece que no todos. A la mayoría de mis lectores le parecerá obvio lo que he escrito, pero un no despreciable porcentaje de la población no comprende ni siquiera el título de este artículo. En especial, me refiero a los “representantes” de Chile en el extranjero. No al cuerpo diplomático y a los políticos “bien instruidos”, preparados tras años de estudio, carrera y experiencia para ejecutar esta labor; sino a los deportistas, en particular, futbolistas, que enarbolan desmedidamente el nombre de nuestro país en las diferentes competencias internacionales (a propósito, felicitaciones a la “Rojita” por el premio de consuelo obtenido en Canadá… ¿cómo se dice?...eh… ¿“trice-campeón”?).

¡Urge preparación para estas personas! De un tiempo a esta parte, he pensado en la creciente necesidad para preparar a los deportistas chilenos, no sólo física y técnicamente, sino psicológica y moralmente también. Es apremiante meter en sus seseras algo de humildad y urbanidad. Y es que no es posible que ante una derrota evidente –a la que tan acostumbrado está el país en estos ámbitos- la ira domine a los supuestos representantes del país. Bastó acercarse un poco más de lo debido al oro para que los humos se subieran a la cabeza y la humildad quedara relegada al olvido…

Que decir sobre los castigos físicos propinados a los jugadores tras no acatar la orden que se les dio. Y es que los jugadores no pusieron en práctica (o nunca supieron) el principio que expuse anteriormente: “A donde fueres, haced lo que vieres”.

Conocida es la rigurosidad y el respeto por las normas que tienen los pueblos de origen anglosajón. Es así como la policía de estos países entrega una primera advertencia y luego actúa. Se les advirtió a los jugadores no cometer cierta acción. Al ver que no se cumplió la ORDEN, la policía procedió a actuar.

¿Fue desmedido el castigo? ¿Hubo acciones racistas involucradas? No lo sé, y mi opinión personal me la guardo. El punto es que si la “Rojita” hubiese sido un poco más observadora y conservadora, habría sido suficientemente moderada y prudente para acatar las órdenes.

Todo el mundo se enoja y efervesce ante una derrota, en especial si los afectados son de origen latino. Y es que los descendientes de la península somos sentimentales, espontáneos y solemos pensar más con el corazón que con la cabeza. Los anglosajones, por su parte, son más fríos y respetuosos de sus normas. ¿Quién está bien y quién está mal? La respuesta es obvia: ambos…o nadie.

Y es que cada uno es diferente y posee su propia idiosincrasia. La clave radica en distinguir esos rasgos y adaptarse a ellos cuando estemos de visita. Así como un occidental se sacará sus zapatos a la hora de entrar en una casa japonesa, así deberá comportarse una persona, y más los representantes de un país, cuando visite a otra: interiorizando y acatando sus reglas y costumbres.

Así que, queridos “representantes no diplomáticos”, con el fin de poner en alto el nombre de Chile, por ser un país de personas moralmente bien educadas (porque por logros futbolísticos no seguiría perdiendo el tiempo), bueno sería estudiar un poco los lugares y las personas que visitan, tomar una que otra clase de gramática, dicción y comunicación escénica, y asesorarse en imagen y vestuario. ¡Ah, señores futbolistas!, algunos mortales solemos acudir a librerías, que son lugares donde se venden o prestan un montón de papeles escritos y encuadernados llamados “libros”. En uno de esos sucuchos podrían conseguirse el manual de Carreño…por el cuento de la urbanidad digo yo, un “humirde” servidor…

viernes, 20 de julio de 2007

¡Marrón Glacées!


Tarde invernal. Plenas vacaciones, el cielo está nublado, la chimenea está encendida y el sopor invade el ambiente. En ese minuto me salta ese típico pensamiento que he sentido desde niño cuando veía a mi madre esmerada en alguna receta: “¡Tengo ganas de cocinar!”…

Me levanto del sillón del living en el que estoy sentado divagando y me apresuro a los libreros de la sala de estar. Apenas entro, me clavo en la sección de cocina y tomo el libro más gordo y pesado que encuentro. Resulta ser “La Buena Mesa” de Olga Budge de Edwards (edición 1963). Lo abro, paso la dedicatoria de mi abuela Cristina a mi madre y llego al prólogo. Y ahí me encuentro con las palabras que me motivaron a redactar este artículo, que, por esta vez, no pretende ningunear ni ironizar a ninguna persona o situación (tal vez algo se me escape), sino sólo valorar el placer de la cocina.

“Les connaissances gastronomiques sont nécessaires à tous les hommes puisqu’elles tendent à augmenter la somme de plaisir qui leur est destinée”.

BRILLAT SAVARIN

El autor, según mi hermano mayor, experto en estos quehaceres, resultó ser un célebre gastrónomo, extremadamente influyente en su época, de quién no pretendo referirme más (creo que ya hemos tenido suficiente historia en los artículos anteriores)…

Di vueltas y vueltas por el libro, hasta que llegué a la sección de dulces, postres y demás, y entonces…¡Paff!…¡Marrón glacées!, pensé ingenuamente. Me vi tentado a preparar el célebre postre siendo que no contaba con absolutamente ninguna castaña… Pero qué importa…soñar es gratis.

En fin, repasé la receta para comprobar que lo que recordaba se acercaba a la receta verdadera. Efectivamente no estaba tan mal. La receta no incluye grandes ingredientes, sino sólo castañas, almíbar suficiente y una que otra vaina de vainilla. Sin embargo, mi sorpresa vino cuando leí el final de la receta, el cual quiero citar:

“…No hay que tapar la paila, para que se produzca la evaporación y el almíbar se vaya poniendo más y más espeso. Esto, naturalmente, demora mucho, a veces veinticuatro horas.”

(“Marrón Glacées”, La Buena Mesa, página 826, edición 1963)

¡¿24 horas?!...¿quién en su sano juicio –a no ser de que tenga una esclava, lo cual veo improbable por estos días- puede pasar 24 horas cocinando un almíbar a fuego extremadamente bajo? Además, hoy en día las personas (con un paladar ordinario) valoran “comidas” –si es que pueden clasificarse como tales- hechas en 24 segundos, no en 24 horas.

Claramente, esta receta necesita una pequeña actualización, trayéndola desde el siglo XVII al XXI. Este tiempo de cocción es extremadamente exagerado y nadie, por muy amante de la cocina que sea, puede pasar semejante cantidad de tiempo en esta faena.

A estas alturas, decidí resignarme a cocinar una de las tantas recetas que tengo en mi memoria, para así poder entretenerme en la lectura de algunas de las chifladuras retrógradas del libro, que incluyen ingredientes que en mi vida he probado o, en algunos casos, espero probar.

Es en este punto donde pensé, ¿qué ha pasado con la cocina? ¿Dónde ha quedado el placer por cocinar y disfrutar un plato refinado preparado con dedicación y estilo?...

La sociedad actual los ha reemplazado por emparedados fabricados en serie, servidos con una degeneración decadente de la fritura que alguna vez los franceses inventaron con tanto orgullo.

“Quiero un mac-algo con un no se qué” o “Quiero un combo tanto”, finalizado con la pregunta clásica “¿Coca cola es tu bebida?”, como si eso le diera el toque de refinamiento al conjunto, son las exigencias más pronunciadas por estos días. Ni hablar de la industrialización plástica de las pizzas… ¿Cuántos gastrónomos italianos estarán revolcándose en su tumba?, cavilé...

Los ejemplos son innumerables y se dan desde el plagio y americanización de la comida cantonesa hasta las violaciones a nuestra propia comida chilena.

Y es que el mundo, en la vorágine en el que está envuelto en esta era, ha perdido la capacidad de frenar para disfrutar de un buen plato preparado en el tiempo justo que requiere. No se necesitan grandes gastrónomos, grandes recetas ni grandes ingredientes, sino solamente, la dedicación necesaria para lograr el objetivo de hacer que una comida sea placentera. Se ha perdido el placer de cocinar, que surge en la selección dedicada y delicada de los ingredientes, y que concluye en la presentación final, a niveles artísticos, de la preparación.

Cada vez más, los tiempos dedicados a nuestras comidas son menores, a niveles que nos llevan a adquirir platillos burdamente prefabricados, definitivamente menos nutritivos que la versión original y, sin lugar a dudas, mucho menos placenteros. Pocos son los paladares que se atreven a mezclar ingredientes nuevos y a elegir los perfumes más adecuados a las preparaciones, atreviéndose a generar innovadoras creaciones. El hombre simplemente se complace con “microondear” la prefabricación que esté en oferta en el “hiper-giga-mercado” y que trate de parecerse lo más posible a lo que ha comido durante décadas.

Definitivamente amo la antítesis de la comida rápida: la comida lenta. Amo preparar mis propias comidas y disfrutar en unos minutos lo que me tomó una o dos horas preparar. Me encanta ir al mercado a comprar cuanto ingrediente y especia pueda y, si pudiera, iría hasta la feria para poder elegir las mejores verduras y frutas y, de esa manera, cocinar y disfrutar de una comida placentera –la cual acompañaría diariamente con una buena reserva de un Cabernet Sauvignon, un Carménère, un Syrah o un Merlot si pudiera…

Así que, querido lector, le aconsejo que se detenga un momento, abra algún libro de recetas o replique alguna que haya visto alguna vez, y se preste a disfrutar de un platillo preparado por usted, lo cual, per se, le da estilo y refinación. Por mi parte, continuaré escribiendo una que otra cosilla para mis incondicionales mientras disfruto de un corto de café turco y un posillo de Chocolate Denver Pudding -preparado por mí e indiscutiblemente recomendable para estas tardes de invierno- gentileza de doña Lucía Santa Cruz…
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sábado, 14 de julio de 2007

Sobre el Homo chilensis y otras bestias


¡Sí estimado lector!, está leyendo bien… “Homo chilensis”. Y es que los chilenos somos tan especiales que he estimado conveniente clasificarnos en una rama paralela a nuestra especie, el “Homo sapiens”. Habrá de notarse que nuestra subespecie no ha sido denominada “Homo sapiens chilensis”, sino que solamente se ha utilizado la fórmula binomial descrita en un principio. Esto ha sido deliberadamente considerado por el autor (dejando la interpretación al lector) a la hora de insertarnos propiamente en el reino animal.

Entonces, ¿Qué es un Homo chilensis? En esta ocasión, haremos caso omiso de todas las clasificaciones biológicas y taxonómicas que nos caracterizan y sólo nos enfocaremos en los rasgos psicológicos y hábitos sociales que nos otorgan una distinción sobre el resto de la fauna latinoamericana.

Nuestra subespecie, por así decirlo, nace de una fusión entre diferentes culturas, extremadamente heterogéneas, la gran mayoría, provenientes de territorios distintos del que actualmente ocupamos. Y es que el Señor quiso que este rincón apartado estuviera deshabitado, pero el hombre, testarudo, lo pobló.

En primera instancia, nuestra querida franja de tierra fue ocupada por sociedades indígenas provenientes principalmente de los territorios conocidos actualmente como Perú (atacameños y otras culturas nortinas), Argentina (diaguitas, mapuches, huilliches, picunches y pehuenches, entre otros) y Oceanía (onas y yaganes). Estas culturas habitaron armoniosamente hasta la llegada del imperio español en el siglo XVI, quienes formaron una Capitanía General en lo que hoy es Chile. Esta forma de administración cumplía fines meramente estratégicos, constituyéndose como zonas de avance en la lucha contra los lugareños enardecidos y los piratas. La Capitanía General de Chile no tenía la menor importancia comercial o económica para el imperio y se destacaba únicamente por ser un vulgar regimiento ocupado por indígenas extremadamente agresivos. He aquí donde se produce el evento más significativo para el surgimiento de nuestra subespecie: la fusión entre los militares españoles desempleados y exiliados a un territorio agreste y frío, y los indígenas sobrevivientes de la asolación del territorio, representados principalmente por los mapuches.

Pese a lo obscura y triste que suena la historia, el Homo chilensis logró encontrar la felicidad, pudiendo salir de la amargura propia del contexto y desarrollarse como un individuo distinto a sus culturas progenitoras, al punto de independizarse del imperio español y construir una nación con comidas, música y folklore propios.

Más tarde, durante los siglos XIX y XX, el chileno recibió la influencia de los inmigrantes alemanes e italianos, quienes se destacaron por sus aportes gastronómicos y campestres, más que por su influencia intelectual. Asimismo, hacia la década de los ’40, nuestro país, solidariamente, sirvió de refugio para algunos españoles que huían de la guerra civil, caracterizados principalmente por el resentimiento propio del comunismo y el socialismo.

Estas ricas fusiones culturales configuran al actual Homo chilensis, quien denota un poderoso arraigo al sustrato territorial, drásticamente reducido durante el transcurso de los siglos, limitándonos a una angosta franja de tierra cercada por el desierto más árido del mundo, la gélida Antártica, el inconmensurable Océano Pacífico y la imponente pared montañosa conocida como Cordillera de los Andes. Es en este punto donde creo encontrar la explicación al tono nostálgico y soñador que posee el Homo chilensis. ¿Será que nuestra subespecie estuvo tanto tiempo aislada de sus congéneres que añoraba desesperadamente salir algún día?...

Sin embargo, este mismo aislamiento resultó ser nuestra arma más preciada para surgir del “oscurantismo”. El Homo chilensis, al estar recluido en un territorio frío, árido y prácticamente carente de recursos naturales, debió utilizar su ingenio y sagacidad, de manera de poder extraer su propio alimento y subsistir. He aquí la raíz del tan bien conocido y respetable “ingenio chileno”. Ese ingenio que nos permite utilizar hasta el más despreciado recurso para salir airosos de un problema.

Este ingenio es bien conocido a nivel mundial y puede observarse fácilmente. Por ejemplo, el chileno, estando de viaje, al verse escaso de toallas, shampoos, jabones y otros artículos, toma aquellos que encuentra libres en los hoteles donde se hospeda. Otro caso esclarecedor corresponde a nuestra querida nueva moneda de 100 pesos. El Homo chilensis, sagaz y observador, notó que la moneda nacional es extremadamente parecida a la moneda de un euro. Es así, como el chileno, al notar que no posee más divisas, utiliza los 100 pesos en cualquier máquina dispensadora o teléfono disponible para salir, de esa manera, del apuro del momento.

El cautiverio descrito nos ha permitido además desarrollar un espíritu de trabajo notable, otorgándole al Homo chilensis un lugar de importancia a nivel mundial, como una de las culturas con más horas de trabajo al día por empleado. Con respecto a esto, existen algunas consideraciones menores referidas a las bajas tasas de productividad, pero que son atribuibles al ensimismamiento del chileno quién, a través de su ingenio y su carácter soñador, dedica gran cantidad de horas diarias a su desarrollo intelectual y cultural.

El frío y el aislamiento nos han hecho desarrollar nuestra propia forma de vestir, caracterizándonos por utilizar tonos grisáceos y obscuros en nuestras vestimentas, descartándose colores llamativos y vivos. Para ello basta salir a la calle y comprobarlo rápidamente.

Por razones similares, el Homo chilensis es un animal tremendamente arraigado a sus costumbres y tradiciones, así como a una rica y nutrida vida familiar. Es en este contexto como la figura femenina, en la forma de la madre, forma un rol omnipresente en la vida de todo ejemplar macho de nuestra subespecie, característica que nuestro dialecto propio denomina como “mamón”.

Con respecto al idioma, podemos afirmar que éste se basa principalmente en el español (andaluz), el cuál, debido a las influencias externas y las propias circunstancias adaptativas, se ha ido transformando y degenerando en el dialecto ordinario que todos conocemos, caracterizado por la escasa utilización de la letra “s” cuando ésta se ubica al final de las palabras y la transformación de la terminación “ado” por “ao”, ambas, herencias de Andalucía. Algunas terminaciones lingüísticas han evolucionado, como por ejemplo, “ie” en “e”, “es” en “í” y “ada” en “á” (por ejemplo, tienes-tení y saltada-saltá). Por su parte, y como consecuencia de la rudeza del español y la influencia “mamona” descrita con anterioridad, innumerables palabras son utilizadas en su forma diminutiva, como puede observase en la siguiente oración: “Manolito, ¿podría pasarme las tacitas y el pancito, para que nos podamos sentar en la mesita y tomar tecito?”

Cabe destacar el desarrollo de una serie de palabras, vocablos, onomatopeyas y sonidos guturales que configuran el “hablar” del Homo chilensis, al punto de generar un idioma totalmente diferente y distintivo, difícil de entender para otras especies foráneas.

La naturaleza de nuestra especie incluye un espíritu de superación el cual ha crecido y se ha desarrollado debido a las circunstancias adversas del entorno. Caso esclarecedor de esto corresponde el entorno laboral del Homo chilensis, en donde, poniendo a prueba su espíritu de lucha, nuestra subespecie recurre a cualquier medio para ascender en posiciones laborales, en detrimento del individuo que la esté ocupando. Algunos de los medios comúnmente aceptados por la sociedad corresponden a los “cahuines”, “pelambres” (definiciones idiomáticas) y todo tipo de calumnias disponibles capaces de deteriorar al individuo jerárquicamente superior. También se recurre a otra herramienta altamente arraigada en la idiosincrasia nacional, vulgarmente definida como “pasarse la pelota” y que se interpreta como la incapacidad de asumir las responsabilidades de lo actos realizados con el fin de salvar el propio honor.

Es en estas circunstancias donde vemos el espíritu igualitario del Homo chilensis, demostrado en la intolerancia ante cualquier forma de éxito por parte de otro ejemplar, queriendo siempre tenerlo a su mismo nivel, el cual, se espera, sea el más bajo posible.

Por último, y como consecuencia de las características descritas, el Homo chilensis ha desarrollado un cierto tono de soberbia sobre sus congéneres latinoamericanos, potenciada por logros diversos que se han desarrollado en los últimos 30 años. Esto mismo ha hecho que nuestra subespecie sea auto referente y con una escuálida capacidad de auto crítica. Por razones fisiológicas y socioculturales, este orgullo tiende a desvanecerse cuando el Homo chilensis se enfrenta contra un espécimen diferente en un combate ritual deportivo.


Estimado lector, sin más, y esperando haber podido plasmar humildemente algunos de nuestros rasgos, no me queda más que despedirme y recordarle que las cosas no siempre son malas. Lo importante es darse cuenta de ellas y tornarlas buenas. Hay que reconocerlo, al final, tenemos más cosas buenas que malas, porque, mal que mal, somos chilenos.

Y si es chileno, ¡Es bueno! (¡e' gueeeeeno!)...


Nota al margen: El presente artículo pretendió describir algunas características de nuestra idiosincrasia en términos GENERALES. Bajo ninguna circunstancia se buscó herir susceptibilidades personales, sino evidenciar, en parte, lo que somos.

sábado, 7 de julio de 2007

24.500-03


No he podido dejar de notar por estos días el furor que empieza a producirse en Chile (Santiago) por los archiconocidos trabajos de invierno, con campañas como “Un techo para Chile”, y las misiones evangelizadoras. Para nadie es desconocido que los chilenos –y en particular, la juventud- somos espontáneamente solidarios.

¿Cuántas veces al día se ven personas con calcomanías de alguna campaña solidaria estampadas en la solapa?, ¿Cuántas veces se ven personas dando monedas al mendigo de la esquina o al músico de turno del troncal en el que vamos?, ¿Cuántas veces debemos escuchar a la cuadrilla de misioneros que se acerca para invitarte a “la última oportunidad de tu vida” para misionar y evangelizar al pueblo de Dios?, ¿Cuántos comerciales sobre mediaguas debemos resignarnos a ver en la televisión?

Y es eso no es nada comparado a la batahola que se arma cuando llega la Teletón. Todas las empresas y marcas conocidas que se precien comienzan a maquinar campañas publicitarias millonarias para darle valor a su marca y destacarse o, dicho de manera políticamente correcta, destacar su desinteresado amor filantrópico por los niños minusválidos.

Every single Chilean corre al banco más cercano para depositar la cantidad de dinero que más estime conveniente, acorde con su amor y generosidad (y con cuanto pretenda gastar en el carrete de esa noche…)

Está bien, hasta el momento podrá leerse que no estoy de acuerdo con estas loables iniciativas, sin embargo, esto no es cierto, o al menos, no completamente. Es cierto que debemos apoyar e impulsar campañas como los trabajos de invierno y las misiones, para que nuestro país sea capaz de mitigar -no superar- la pobreza (como sabe cualquier persona que haya estudiado un mínimo de economía, la pobreza es prácticamente insuperable). Por su parte, la Teletón es una instancia renovadora y original que permite otorgar tratamientos físicos y psicológicos a los niños discapacitados de nuestro país, además de ayudarnos a elevar nuestro espíritu, llenándonos de orgullo. Llega a tal punto nuestra generosidad, que la idea se ha exportado a otros países como México, al igual que un techo para Chile que ha llegado a países como El Salvador y Uruguay, destacándonos en el continente, no sólo como un ejemplo de estabilidad económica, política y social, sino como pioneros de la solidaridad y la entrega desinteresada… bla, bla, bla, etcétera, etcétera, etcétera (que va, soy chileno, me gusta alardear sobre los exiguos logros de nuestra sociedad, que son monumentales, según nosotros, a los ojos de los vecinos).

¿Para dónde vamos?, se preguntará mi querido lector a estas alturas. ¡Simple!

Hay dos puntos que todas estas iniciativas solidarias dejan de lado o abordan muy someramente. En primer lugar, y como dice el antiguo proverbio, la caridad comienza por casa. ¿A qué me refiero con esto? La solidaridad, de la que tanto nos vanagloriamos, raramente se ve en el día a día e incluso, con nuestros más cercanos (me incluyo). Un ejemplo evidente de esto es nuestro querido representante del primer-mundista sistema de transporte público santiaguino: el alimentador C-02. Todas las tardes, este bus baja repleto de estudiantes quienes, cómodamente sentados, son incapaces de ceder su asiento a las empleadas domésticas y obreros que, por lo bajo, tienen más de 30 años que ellos y están, por lo menos, 10 veces más cansados. Así ocurre con una infinidad de ejemplos como las colas de supermercados que deben hacer los ancianos, la incapacidad de compartir uno de los tres asientos desocupados de un auto cuando se ve a un conocido de la universidad o instituto, la imposibilidad de darle la pasada a un automovilista para que no esté esperando eternamente, la histeria y rabia crónicas propias de los bocinazos, el deseo incontrolable por injuriar y calumniar a los demás (se recomienda leer el artículo “Panem et circenses”), el afán insaciable de aserrucharle el piso a las personas exitosas, entre muchos -y digo MUCHOS- otros ejemplos.

El segundo punto que queda de lado, y que es más grave aún, es la educación. Pese a que todas las campañas e instituciones persiguen ensalzables metas, ninguna de ellas o, mejor dicho, muy pocas, buscan preparar INTELECTUALMENTE a los marginados.

La mayoría de las personas (o al menos eso espero de mis lectores) tienen claro que la clave para salir del subdesarrollo, de la degradante desigualdad económica de Chile y reducir la pobreza, es la educación. Esto, que a mi parecer suena tan obvio, no es tan evidente para todos los dirigentes y personeros representantes del ideario solidario. Me intriga un poco el porqué de esto. ¿Tal vez sea inconveniente tener una plebe instruida?...al menos sabemos que la mano de obra sería más cara.

En fin. Podríamos seguir eternamente desarrollando ideas sobre la relatividad de la solidaridad chilena, pero definitivamente me tiene sin más cuidado que el que ya expuse en las líneas anteriores.

No me queda más que recordarles que le dejen su monedita al mendigo de la esquina y al cantante de la micro en la que van. No olviden sus donaciones a la campaña de turno para que, de esa manera, puedan pasearse con su calcomanía y demostrar anónimamente su solidaridad…¡Ah! y no olvidar depositar sus pesos en la cuenta 24.500-03 del Banco de Chile el próximo mes de diciembre…

Nota al margen: Una sonrisa, ser gentiles, un “buenos días” y un par de minutos de su vida pueden ser mucho más necesarios que una moneda.

miércoles, 4 de julio de 2007

Panem et circenses


Amo la farándula todo el rato…

Amo ese bichito que empieza a aletear en mi interior cuando prendo el televisor en el programa de farándula de turno…

Amo ver como pseudo-periodistas, periodistas fracasados, ex-managers, peluqueras con complejo de bailarín de boliche de poca monta, y todo tipo de fauna lesbiánico-gay, comienzan a ningunear al futbolista, modelo, cantante o bailarín de moda perteneciente a la zoología televisiva chilena…

Amo ver como se desollan mutuamente, prometiéndose y hasta jurándose demandas, querellas y todo tipo de artimañas legales posibles a modo de vendetta…

Amo todo esto… que curioso, ¿de dónde vendrá este amor desenfrenado por el morbo y la vida privada de las personas?

En el afán de encontrar una respuesta a mi pregunta, no me quedó otra opción más que remontarme a la historia. Cuentan los libros que nuestros abuelos, los romanos, pasaban horas en los llamados “circos romanos”, disfrutando las célebres carreras de carros y otros juegos, pero por sobre todo, las luchas de gladiadores. En estos bárbaros y sangrientos espectáculos, el combatiente en cuestión se enfrentaba y trataba de dar muerte a otro luchador o bien, a cualquier otra bestia capaz de descuartizarlo salvajemente a la vista y paciencia del pueblo y la autoridad.

Han pasado más de 20 siglos desde esa época y nuestra segura y estable sociedad occidental ha evolucionado de manera notable, tanto política como intelectualmente. La urbanidad y la diplomacia se han impuesto sobre la barbarie y podemos asegurar que nuestra civilidad no permitirá que estos espectáculos vuelvan a la palestra… ¿o sí?

La verdad es que los circos romanos, y en particular las luchas aludidas, no desaparecieron. Al igual que la sociedad en su conjunto, estos espectáculos evolucionaron, pero de manera mucho más radical y drástica. Claramente, hoy no disfrutamos de la hermosa manifestación artística presente en el eviscerado y desmembrado de un cuerpo humano (que tanto apreciaban nuestros antepasados), pero sí nos deleitamos con una de sus formas evolutivas: la “opinología”, o ensañamiento descontrolado por la vida privada de las personas públicas.

Que más da, no podemos más que aplicar el viejo proverbio latino “Panem et circenses”… pan y circo para el pueblo. Nuestra querida masa humana nacional (plebe) debe alimentarse de pan y de circo. ¡Y vaya circo el que exige!

Cada día más, los programas de “opinología y farándula”, como se autodenominan, exhiben la vida privada de los personajes del momento, entre los que destacan cantantes, bailarines, animadores de televisión, actores, periodistas, artistas mediocres, futbolistas y las nunca bien ponderadas modelos. Todos personajes que, más que destacar por sus logros y méritos profesionales, saltan a escena por algún escándalo de poca monta, romances adúlteros, operaciones estéticas o cualquier otra nimiedad que, a la vista del pueblo, constituyen problemas existenciales de proporciones épicas.

Semana a semana, personajes con dudosa preparación universitaria, así como periodistas desempleados y mediocres, ilustran al pueblo con la algarabía del momento, recurriendo a fuentes de dudosa procedencia y existencia para inmiscuirse en lo que civilizadamente suele llamarse “vida PRIVADA”.

Pero bueno, la plebe lo exige (o al menos eso muestran las ventas de diarios y la sintonía televisiva). No queda otra más que resignarse y escuchar como las personas cuchichean sobre escándalos y personajes, cuyos nombres –y me refiero al que aparece en la cédula nacional de identidad – pocas conocen, salvo por vocablos y palabras a modo de pseudónimos (“Mago”, “Luli”, “Coté”, entre una infinidad).

¡Que más da!, a relajarse y ver como personas sin vida tienen que recurrir a la privacidad de otros para justificar su propia existencia. Sigamos apoyando a esa parte del gremio periodístico que día a día nos entretiene con el circo…nuestro propio circo romano…